En
uno de los grupos de lectura en #lecturasparatodos nos hemos adentrado en
Drácula, en sus excentricidades, en su actualidad, en su arquitectura. El viaje
nos ha llenado de cierta felicidad, nos hemos detenido a apreciar algunas de
sus incongruencias, la forma en la que desencuentra el mundo preindustrial con
el moderno, y en como este último se ensalza a través de la taquigrafía, la máquina
de escribir, el fonógrafo. Por supuesto, todo el tiempo de conversación, que
viene desde la primera edición del Curso básico de literatura fantástica, nos
ha llevado a conocernos, a reconocer nuestras diferencias, límites y contextos.
En los últimos días estos últimos no han sido muy alentadores.
A
menos que vivas debajo de una roca, te habrás dado cuenta que vivimos, por
decirlo de alguna manera, en tiempos interesantes, que todo se torna inestable
a nuestro alrededor y que los tiempos venideros son más bien brumosos. En la
última sesión, precisamente, después de abordar algunas de esas dificultades en
las que estamos inmersos, tuvimos que renunciar a la conversación y el único
lugar confortable que hallamos fueron las fauces del monstruo. El terror que
ofrecía Drácula nos sumergía, a la
manera que ocurría en nuestra infancia, en un espacio mensurable, que podíamos
abarcar y en el que podemos entrar y salir a discreción. El monstruo, el mostro, no puede salir de las páginas,
con tan solo un golpe de páginas nos despedimos de él y nos ayuda a anticipar
qué podemos hacer con las fuentes de nuestras ansiedades y temores. El monstruo
es de papel, pero es real al mismo tiempo. El monstruo es muy real pero también
simbólico, y nos permite domeñarlo, cada quien a su propio ritmo. El monstruo
nos acoge. En contraste, la brutal realidad de este tiempo nos llena de horror
y no sabemos por dónde tomarla, nos desborda, nos hace sentir impotentes.
Aprendemos, a las malas, que el principal monstruo no es el vampiro que asoma
entre las letras, si no nuestros semejantes.
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