Por
alguna extraña razón los libros de terror y los de ciencia ficción son los que
suelen tener peor fama entre los lectores adultos. No importa que Orson Scott
Card sea mejor escritor de lo que alguna vez aspire a ser Paulo Coehlo, si se
trata de un libro de terror suele ser calificado de malo o innecesario. Incluso
se suele emplear el apelativo de morboso. Para muchos, recordemos, la vida deber verse de
color rosa, aunque sea dura, implacable.
Los
padres de familia sobre todo suelen ser fuertes defensores de sus hijos ante la
menor exposición que los pequeños puedan tener ante cualquier libro o película
de terror (Vea/ lea algo que le sirva, que le aporte algo, diría mi madre), al
punto que los aspectos más escabrosos de los cuentos de hadas clásicos –como ya
lo han dicho Marías y Lacombe- han ido desvaneciéndose en versiones
edulcoradas, de esas que venden en tapas color pastel. Sin embargo se suele olvidar que el miedo
ficcional puede preparar en el momento de enfrentar el miedo real, incluso del
miedo que en algunos momentos no sabemos hasta qué punto sentimos, aunque nos
lo neguemos o nos lo queramos negar.
Hace
un mes, por ejemplo, enfermó mi madre, con una de esas enfermedades de las que
no se tiene un diagnóstico claro y ante la que los médicos reaccionan de la
manera antigua, a puro ensayo y error, mandando muchos exámenes,
contradiciéndose entre ellos, enfocándose ora en un síntoma, ora en otro.
Durante todo ese tiempo, muchos de los cuales mi madre soportaba fuertes
dolores que no se paliaban de manera fácil o ante los que los médicos se
excusaban diciendo que no se podía enmascarar el síntoma, yo permanecía leyendo
en esas horas muertas de los hospitales, y luego cuando estaba siendo atendida
en casa, incluso ahora que parece recuperarse, al menos el dolor es manejable
aunque el diagnóstico siga siendo igual de misterioso o inexacto o esquivo, los
libros que me han acompañado, por un afán que solo ahora me consigo explicar,
han sido libros primordialmente de terror. Así en los primeros días me releí El horror de Dunwich, después de lo cual
me di en pedir Los mitos de Cthulhu y
La sombra de Insmouth, a los cuales
acompañe del Bestiario, Orgullo y prejuicio y zombis –La novela
gráfica- y En las montañas de la locura
–magníficamente ilustrada por Enrique Breccia y publicada por Editorial Zorro
Rojo-, todo ello casi sin respiro e incluso llegando a leerme dos de ellos por
semana y sin mayor intervalo de tiempo entre uno y otro. En todos ellos el mal,
la oscuridad, el antagonista, si se quiere llamar así, no era cosa que una
entidad innominada, amorfa e inenfrentable –característica propia de los relatos
protagonizados con héroes lunares- como la enfermedad sin diagnóstico de mi
madre, pues algo que no tiene nombre u origen claro es difícil de ser asimilada
o controlada. Por supuesto, aún no termina el recorrido, acabo de terminarme la
Narración de Arthur Gordon Pym de Poe
y espero con impaciencia sus cuentos macabros ilustrados por Lacombe.
No hay morbo en ello ni hay angustia ni hay
porque alejarme de esas páginas, es una forma, de la misma sabia manera en que
lo hacen los niños, de enfrentarme a mis propios miedos, mis propias angustias.
Es también una forma de ratificarme en que a cada quien le llega el libro que
busca o el que necesita, y que la lectura, en determinados momentos, es también
una fuerte forma de terapia –de ahí la biblioterapia-, porque pone al lector en
un diálogo profundo consigo mismo. A lo sumo, esos que no alcanzan la dicha de
leer no lo pueden hacer porque no saben cómo hablar consigo mismos en esas
noches estrelladas en las que cualquier ruido presagia el monstruo que le puede
devorar.
Asustada.
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