El truequeton


Se había hecho en Bogotá, una o dos veces, y desde hace muchos años Alberto Rodríguez, el de la Fundación Casa de la Lectura, ha tenido la idea entre ceja y ceja, pero sólo hasta ahora, si mal no estoy, la Biblioteca Departamental, la hizo posible en Cali.

Confieso que fui sin muchos ánimos. En la mañana, a raíz de mi sueño sobre una librería de viejo, Elizabeth mencionó la truequetón de pasada. Mi primera reacción fue decir que no tenía libros para cambiar, soy de los que suele considerar que cada volumen en su biblioteca es indispensable. Sin embargo recordé un libro de cortesía que una editorial me había endilgado alguna vez, después saqué un par de libros repetidos resultado de mi matrimonio, y luego la venganza, recordé un par de malas inversiones que de inmediato terminaron en el montón. En quince minutos obtuve diez títulos: ¿Por qué a mí?, Trigo verde, Escuela de Frikis, El sol de Breda, La mala hora, Fundación e imperio, y no me acuerdo que más.

La mañana sin embargo estuvo agitada. Los libros se desplazaban a su propio arbitrio en la silla trasera del auto, mientras nos dedicábamos a agotarnos absurdamente en medio de esta ciudad de vías abiertas como heridas de hachas perpetradas por los dioses del frío (o del bochorno, según se aplique). A eso de las tres de la tarde, andábamos cansados y un poco de mal genio. Yo insistía en ir al truequetón y mi esposa, con principio de migraña, quería ir a casa a descansar. Lo inaudito es que vivo a diez minutos a pies de la biblioteca. Convencerla no fue fácil pero tampoco imposible. Así que una vez dejado el auto en el garaje cada uno se fue con cinco libros debajo del brazo y atravesamos raudos la Calle Quinta.

Confieso que fui sin muchos ánimos. Era media tarde, y si las cosas se daban como yo preveía, los libros buenos ya se habrían esfumado. Cuando mis ojos ubicaron el lugar del truequeton pensé haber visto cumplidas mis oscuras premoniciones. Empero me recibió María Teresa Palaú, coordinadora de la red departamental de Bibliotecas, con una amplia sonrisa, contó mis libros, me presentó algunas personas y me extendió un recibo válido por diez libros. Diez por diez. No tuve que regatear con nadie por la calidad de mis libros. A continuación enfile hacía las cuatro mesas alargadas que contenían los libros que iban llegando. A regañadientes me hice con un par de tomos, Charlie y el ascensor de cristal y Cuando el hombre es su palabra (siempre he temido por la integridad de que tengo) y luego, nada. Es decir, encontré la colección casi completa de los cuentos que Colcultura y Caracol habían lanzado hace diez millones de años, volúmenes diminutos en rustica que fueron lanzados para que la gente del común tuviera acceso a la lectura; una iniciativa que hoy prácticamente no se ve. Vi a mi peor enemiga en el campo literario, La celestina, esa cosa horrible que me obligaron a leer en noveno o décimo. No había suerte. Mis expectativas se estaban cumpliendo. Cuando ya había arrumasado unos cuantos libros de pequeño formato, que no me abultaran demasiado, llegó una pareja con mucho más de lo que yo había traído. Mis pupilas se dilataron, salivé, olfateé, moví mis influencias, pero nada. El encargado no me dejaba ponerme las manos encima al nuevo lote de libros. Después de dejar una amiga encargada, de ir a darle una vuelta a mi esposa olvidada en una silla Rimax. Volví a atacar y conseguí hacerme con muy buenos libros, o al menos espero que así sean. Entre ellos se encuentran, Un viaje al Japón, La balsa de piedra, Los niños y la muerte, Ursúa y Los Lectores del país de las aceitunas.

Salí con la sensación de haber ganado. Espero que quienes hayan encontrado mis libros, hayan sentido lo mismo. Espero que pronto se repita la historia.

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