Escrito
por Thomas Mann
Traducido
por Joan Parra, Diego Freira y María José Díez
Editado
por Ediciones B Grupo Zeta
Recomendado
para Grandes lectores
Novela
– Tetralogía
Thomas Mann no es un autor para leer a la
carrera. Una y otra vez te hace detenerte en pasajes, cuando no devolverte a
ellos para saborear una idea o rumiar una y otra vez una frase. Si en Las historias de Jaacob Mann se detiene
en el aspecto mitológico del relato, en El
joven José se detiene en el aspecto psicológico, en la esencia de lo
humano. Asistimos aquí a un José de diecisiete años, un José que ha comenzado a
soñar, que se sabe el preferido de su padre y que no tiene ningún reparo en
acusar ya a Judá, ya a Leví, ya a Yahudá de algo que no hicieron, o de llevar
pequeños rumores a los oídos de Jaacob, sabiéndose de antemano el preferido.
Así, mientras los hijos de Lea se dedicaban a las labores del campo, José se
concentraba en tener una formación más académica, por decirlo de alguna forma.
Aprendería de su preceptor algo de astronomía y matemáticas y lectura y
escritura. Eso haría, de alguna forma, que sus ojos no se fijaran en el suelo,
sino más allá, donde pacen las estrellas. Ahí, tal vez se originaron sus
sueños.
Juntos con los hijos de Lea, aprendemos a
detestar a ese pequeño pagado de sí, que es el hijo de Raquel. Presumido,
bello, afortunado, pretencioso y aprovechado hijo de papi, así es José, amado
por todos por su apostura, y más aún, por su padre y su hermano, el otro hijo
de Raquel, Benjamín.
A partir de esto, Mann construye todo el
segundo libro de la tetralogía de José y sus hermanos. En lo que podríamos
denominar una primera parte, hay algunas bellas charlas aún, es decir una serie
de discursos aleccionadores que buscan recuperar para el lector las formas de
las tradiciones de las creencias y tradiciones de la época y su simbología
arquetípica. En la segunda parte, asistimos a la elevación y posterior caída de
José. José recibe de su padre la túnica talar, el ketônet, que era de su madre, lo que hace que los ojos de sus
hermanos se fijen aún con más inquina en él. Inquina que los lleva a la
separación familiar y luego a deshacerse de su molesto hermano.
Asistimos también con detalle a un pasaje
que en las escrituras era descrito en una o dos líneas, diciendo que aquellos
afligidos por el dolor rasgaban sus vestiduras y se echaban ceniza en la
cabeza. Mann nos describe a un Jaacob desolado por la muerte de su hijo,
transido por el dolor,
Se puede apreciar una de esas civilizadas alusiones
en la acción de rasgarse la túnica a consecuencia de una profunda tristeza: es
la cívica atenuación de la costumbre original o protocostumbre de despojarse
por entero de la ropa, de rechazar atuendo y atavío como símbolo de una
dignidad humana ahora aniquilada por la mayor de las desolaciones y, como quien
dice, echada a los perros y rebajarse a una mera criatura. Eso es lo que hizo
Jaacob. Movido por el más hondo de los pesares volvió a los orígenes, desanduvo
el camino del símbolo a la crudeza de la propia cosa simbolizada y a la atroz
realidad; hizo “lo que ya no se hace”, y eso es, bien mirado, la fuente de todo
horror. Así, lo de abajo pasa arriba. Y si, para manifestar la hondura de su
aflicción, se le hubiese pasado por las mientes balar como un carnero, a
sus siervos no habría podido parecerles
peor. (p. 240)
El joven José es una digna continuación
de la tetralogía de José y sus hermanos y
deja en vilo – lo deja a pesar de que él sabe qué va a pasar, de qué trata la
historia- al lector acerca de lo que podrá acaecer a este joven José, que, cosa
curiosa, muere y renace también en tres días, pues él transita los caminos del
arquetipo.
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