Autor: Pablo Montoya
Editorial: Penguin Random House
Recomendado para: Grandes lectores
Novela
Pocos
sabemos de nuestra historia. Usamos las palabras negro e indio como formas de
insultos, adoramos un dios impuesto y adjudicamos a Europa la posesión de la ilustración.
Somos América, la de Machu Picchu, la de las pirámides al Sol y a la Luna, la
de los Mapuche, la de los Cimarrones, la del Salvaje Oeste; somos una mixtura
inmensa aunque muchas veces eso parece olvidársenos. Somos desmemoriados y, por
eso, se hace necesario que se nos recuerde que venimos de la sangre, de los
huesos rotos y la fractura de nuestra línea de tiempo.
Quizá,
con esa idea en la cabeza, Pablo Montoya se sumerge en la Europa renacentista y
nos recuerda como fuimos vistos en aquel entonces por una parte de Europa, de
la fe, del arte. En efecto, Tríptico de
la infamia, sumerge al lector en la visión que de la América recién encontrada
a través de los ojos de Jacques Le Moyne, François Dubois y Théodore de Bry,
todos ellos luteranos.
El
relato comienza con la visión de Le Moyne, quien llega a Florida en una
expedición con el propósito de mostrar a la población indígena y, de paso a los
españoles, otra forma de relacionarse. Una vez allí, descubre en los indios
algo que lo conmueve y lo llena de curiosidad,
El cuerpo para los indios, fue esta su primera
conclusión, era como una gran tela que, a su vez, podía dividirse en diferentes
espacios. No parecía ser lo mismo pintar sobre la espalda y el pecho que
hacerlo sobre los lóbulos de las orejas y las yemas de los dedos. (…) Conque el
cuerpo es para esto, pensaba el francés, mientras veía a un indio desnudo y
tocado de líneas, círculos y rombos como un inmenso pavo real. Ya existe para
mostrarlo al modo de una obra itinerante. (…) El cuerpo se manifestaba como el
lugar de todas las representaciones. (p. 44)
Sin
embargo, como era de preverse, y a pesar de sus intenciones, el hambre, las
dificultades y la avaricia de unos cuantos atraen la mirada de los españoles y
con ellos el desastre.
Montoya
comienza así a mostrar la infamia de los conquistadores. Sin embargo, después
de estas primeras páginas, las más extensas, el relato abandona las tierras
americanas y pasa a mostrar la influencia que este descubrimiento tuvo en la
Europa de la época, sobre todo en una Europa que se debatía entre la fe católica
y la luterana. Dubois narra su propia y desgarradora historia, siendo
traicionado y muerta su familia. Al final, desposeído de todo, lo único que le
queda es pintar La masacra de San Bartolomé
en donde da cuenta de la masacre de los hugonotes a manos de los católicos
franceses. Esa es toda su herencia, todo lo que nos quedó de él.
La
estación final es de Théodore de Bry, grabador, quien ilustrará las narraciones
de los viajes a América y los testimonios que hablaban de las atrocidades
cometidas por los españoles, incluyendo las narraciones de Fray Bartolomé de
las casas.
En
conjunto, la gran protagonista de la obra es la visión, la forma en que las
palabras acarician las obras que no se encuentran reproducidas en las páginas,
la forma en que las palabras están dibujando la luz, las texturas y la
perspectiva; la forma en que las palabras se adentran dentro de las pinturas y
los grabados enseñándole al ignaro en que debe fijarse cuando se enfrente a
esas obras en particular.
No
debe dejarse de lado que la obra, dividida en tres partes, se halla narrada de
tres maneras diversas. El relato de Le Moyne se encuentra narrado en tercera persona,
en tanto que a Dubois se le permite hablar por sí mismo. Sin embargo, la
tercera parte es quizás la más desigual, Montoya se aleja del renacimiento y ve
a de Bry a través de nuestra propia época, incluso en su caminar un profesor le
pregunta cuál es la razón de quedarse tanto tiempo en un país que le es ajeno,
cuando las pruebas documentales que puede encontrar sobre de Bry son tan
escasas y tan ínfimas, tan inútiles; incluso en una calle le ofrecen, entre risas, un bareto. Montoya no se arredra, camina las calles
por las que caminó el grabador, describe sus grabados, le acompaña con su
familia una vez que ha cumplido con su labor.
Si
bien las palabras de Montoya son potentes, las vidas que ilumina son
estremecedoras, hay elementos que intranquilizan al lector. Los luteranos son
tan buenos (Montoya como personaje se declara ateo), los católicos son tan
brutales, los indígenas solo existen a través de las miradas de los europeos,
no tienen vos propia. Tal vez a eso nos hemos acostumbrado.
Uffffffffff
ResponderEliminarEl libro lo recomendaste para grandes lectores... me siento pequeña al leer la reseña. (el verso no fue intencional).